Vestir santos... (desvestir demonios)

Vestir santos... (desvestir demonios)
Horacio, Santiago y Alan Carranza (by Rubén Gauna)

miércoles, 18 de mayo de 2011

Tan rápido.

Familia. Esa palabra me sonaba una y otra vez. La última vez que había hablado con él, me había dicho que dejara a Gabriel. Era Gabriel ahora el que manejaba por la Panamericana de regreso del cementerio. El que me contuvo a mí y a todos.

Esas horas posteriores fueron surrealistas. Laura y Emilia lloraban juntas. Una imagen impensada jamás. Enemigas desde el momento en que se cruzaron en la cocina de mi mamá, ahora lloraban por el hombre del que alguna estuvieron enamoradas y llenas de felicidad.

Con Santiago también llorábamos. De chicos pasamos muchos fines de semana juntos. Estábamos acostumbrados al llanto del otro. Gabriel y Leo miraban desde afuera. Alan era el más frío. Apenas lagrimeaba y trataba de disimular el dolor. O eso creía yo. Siempre fue el más rebelde de los tres y el que más hacía enojar al viejo. Si papá decía blanco, Alan decía negro. De gusto. Solo cuando Leo se acercó a abrazarlo, se soltó en sollozos, como un nene, entre sus brazos.

Santiago era el que más solo estaba. Recién cuando empezamos a hacer todos los trámites en la Clínica me contó que habían discutido con Mercedes un rato antes de salir. Eso sí, no me dijo nada sobre el porqué de la pelea. Y tampoco quise saber. Ya habría tiempo de hablar más tranquilos. En el Cementerio sí, estaban juntos. Pero en ningún momento se tomaron de las manos o se abrazaron. Es más, parecía incómoda, como si ése fuera el último lugar en que hubiera querido estar.

Leo no se separó del lado de Alan un segundo. Siempre orgulloso y pedante, ahora se lo veía frágil. Pero nunca con la cabeza baja.

Emilia y Carlos cuidaban las formas. Amigos desde siempre con papá, Carlos siempre sintió que lo había traicionado, pero se había enamorado de María Emilia. Y en pleno divorcio no lo ocultó más, y fue el refugio que encontró ella, aunque muchos dejaron de hablarles a los dos por mucho tiempo. Aún hoy, el pésame hacia con ellos fue más un compromiso que algo sentido de parte de los que fueron.

La gran ausente fue mi madre. Ya pasaron dos días y no sabe nada de nada. Y no sé todavía cuando voy a ir a verla. Tal vez mañana. Sí le avisé a su psiquiatra, para ponerlo al tanto para que cuando vaya me acompañe y manejar la situación que puede ir para cualquier lado.

Ahora de regreso a mi casa tengo un nudo en el estómago. Me sorprendió que Gabriel dejara todo de lado para acompañarme. Apagó su teléfono y derivó todo a su secretaria. Hasta nuevo aviso no me iba a dejar solo. Siempre había sido poco demostrativo en cuanto a afecto se trata. Los dos a decir verdad. Pero era nuestra forma de llevarnos. Nunca un “te quiero”. No era necesario. Los hechos de uno hacia el otro eran mucho más contundentes que las palabras.

Las gotas golpeaban el parabrisas. Desde aquella noche no había dejado de llover, más fuerte o débil, pero nunca paró. En el ir y venir del limpiaparabrisas, de repente, me acordé de Gustavo. De sus ojos verdes. Por Dios, esos ojos. Y esa última mirada antes de bajarme del taxi en la puerta de la Clínica. Llena de bronca. Por verme tomar el taxi en la misma esquina donde me había dejado y encima acompañado. Y no pude evitar excitarme. Sí, en el momento menos oportuno, lo reconozco, pero no puedo evitarlo. Y trato de hacer memoria ahora de dónde dejé la tarjeta que me dio.

"How soon is now?" de The Smiths, acompaña este capítulo.

No hay comentarios:

Publicar un comentario